La luz del circo ilumina la Cota 905

La luz del circo ilumina la Cota 905

“¿Cómo te vas a caer si estás en el suelo?”, suelta Daniel, e inmediatamente hace una voltereta en el tatami improvisado sobre el suelo de tierra, de un espacio de unos 20 metros cuadrados, sobre una colina del sector La Quinta de la Cota 905, al oeste de Caracas.

Hace unos minutos, practicaba malabares y sonreía a un público pequeño donde estaba su mamá. En unos minutos más, estará meditando con las piernas cruzadas.

Daniel tiene 10 años, es menudo y pequeño, y es wayúu. Pertenece a una de las más de 100 familias de esta etnia que están asentadas en uno de los barrios más grandes de la capital venezolana, desplazadas hace más de 15 años desde La Guajira, al occidente del país, por el narcotráfico. Él y otros casi 30 niños llevan un poco más de una semana aprendiendo nociones básicas de artes escénicas con la Escuela de Circo Social ManzanoArte.

La Fundación ManzanoArte fue creada en 2018 por Zorybel García y Roque Bogado en La Guaira, antiguo estado Vargas, en la costa central del país. Su sede es Manzanillo, una localidad agrícola de poco más de 100 familias, con acceso precario a servicios básicos y un alto índice de pobreza. Ahí, sus integrantes, todos artistas circenses, dan clases gratuitas de circo, danza, teatro, artes plásticas y música a niños a partir de los 6 años. Su trabajo con grupos vulnerables los llevó a ser seleccionados en 2022 como beneficiarios del programa Proyectos Innovadores de la Sociedad Civil y Coaliciones de Actores, de la Embajada de Francia en Venezuela.

El pasado mes de enero, se abocaron a entretener, enseñar y divertir a los niños de uno de los más de 20 sectores que conforman la Cota 905, un barrio de Caracas estigmatizado por la violencia criminal. Por dos semanas se escucharon risas en el mismo sitio donde hace menos de dos años, por tres días continuos, solo se escuchaban balas.

Era julio de 2021 cuando la Cota 905 fue escenario de lo que muchos describieron como una guerra: la megabanda criminal liderada por Carlos Luis Revete, alias El Koki, se enfrentó contra fuerzas del Estado por el control del territorio. Cerraron autopistas, cometieron decenas de crímenes, detuvieron la vida de todos los vecinos por más de 48 horas. También detuvieron para siempre las vidas de otros que murieron con las balas perdidas que se colaban por las ventanas de los apartamentos y casas. Revete huyó; fue la única manera de que hubiese, por un momento, paz. 

La hegemonía de El Koki no era ajena a las acciones del Gobierno: en 2017, la Cota había sido declarada “zona de paz”, un eufemismo que significaba que la policía no podía entrar al sector, lo que dio rienda suelta a que los delincuentes se apoderaran del barrio y desarrollaran sus economías criminales con impunidad. Esto ocurrió como respuesta a una de las mayores operaciones de ejecuciones extrajudiciales impulsadas por el Ejecutivo de Nicolás Maduro en 2015, la denominada “Operación Liberación del Pueblo”.

Pero El Koki intentó expandir su influencia más allá de la Cota, conquistando otro espacio, La Vega, y el Gobierno olvidó su pacto con él. Fue asesinado en febrero de 2022, en otro operativo que se convirtió en enfrentamiento y que, de nuevo, mantuvo vías terrestres cerradas y vidas paralizadas por horas.

Vidas que hoy, entre trapecios y colchonetas de colores, retoman espacios que la violencia les había quitado.

Daniel, con el trapecio, en la Cota 905 de Caracas. ROBERT FARIÑEZ

 

Clase del Circo Social ManzanoArte, en la Cota 905. R. F.

 

 

Una alumna del taller de circo se impulsa con el trapecio. R. F.

 

Caracas es un valle rodeado de montañas, unas que muchos suben para ejercitarse y otras que muchos suben para llegar a casa a dormir.

Caracas es un valle lleno de desigualdades, no solo geográficas.

Para subir a La Quinta debe tomarse un jeep al final de la Avenida Nueva Granada. Es el único vehículo que cabe por la estrecha vía. Desde los bancos de cemento destinados para la espera se puede ver a la izquierda El Helicoide, recinto penitenciario donde viven, o intentan vivir, muchos de los más de 300 presos políticos que tiene el Gobierno de Maduro.

El palacio presidencial se encuentra a menos de 4 kilómetros desde este punto de espera.

En frente, una valla reza: “Venezuela tiene con qué”. El cielo es azul y brillante a la derecha y, curiosamente, gris a la izquierda. Huele a cigarro y humo de carros. Más tarde, en la hora en la que todos regresan a su casa después del trabajo, se sumarán al panorama mucho ruido de bocinas y la sensación de que la ciudad es más pequeña y calurosa.

En el jeep caben 10 personas atrás y una de copiloto. El pasaje equivale a un tercio de dólar para la fecha, en un país donde el sueldo mínimo mensual es de 6 dólares y la canasta básica alimentaria mensual se estima en casi 500 dólares. El bolívar se devalúa todos los días.

El camino, ya estrecho de inicio, se pone cada vez más angosto.

Fachadas de casas, terrenos baldíos, plantas de plátano, kioscos pequeños, ventas de café y cerveza y comida rápida. Más casas, escaleras que suben a otros terrenos con otras casas. Mucho cemento, muchas plantas de plátano y frutas, más kioscos. Una vía de dos carros, que luego se convierte en una vía para un solo carro, pero que sigue funcionando en ambos sentidos, lo que implica que un carro se orille para que otro pase; es la única entrada y la única salida. Una tanqueta de la Guardia Nacional en una esquina, rotulada con un mensaje: “Garantes de paz”.

Desde que los cuerpos de seguridad tomaron de nuevo la Cota 905 hay más tranquilidad, dicen algunos vecinos. Otros dicen que es verdad, pero que no absolutamente. Todos coinciden en que El Koki no les daba paz, los tenían vigilados. Mientras cuentan esto, una vocera pide permiso a los policías —que han pasado una vez cada media hora frente al terreno— para la exhibición de artes escénicas que harán los niños el fin de semana, porque subirá gente que no vive en el barrio. Los autorizan, les dicen que estarán atentos desde las alturas con el dron. Hay un nuevo vigilante.

Casas en La Quinta, en la Cota 905 de Caracas. R. F.

La Quinta es el último sector de la Cota. Niños descalzos jugando, haciendo malabares, trepando en telas, riendo, anuncian la llegada al espacio donde ManzanoArte está dictando las clases. En principio, todos experimentaron con todas las áreas, pero ahora cada grupo está enfocado en lo que más les atrae: unos aprenden teatro; otros, a hacer acrobacias; todos se divierten y divierten a otros.

Hoy el público es selecto: madres que también son lideresas sociales, las madres de sus niños pero también de todos los niños, y todas las madres y todos los padres y todos los abuelos.

En el Consejo Comunal de La Quinta —como designó el Gobierno a los grupos de participación ciudadana—, que agrupa a más de 800 personas, todas las voceras o “líderes de calle” son mujeres. 

Determinación y voluntad, esto es lo que diferencia su liderazgo del liderazgo masculino, dicen. Pero no han hecho esto toda la vida. Antes de apoyar a sus comunidades, padecieron los problemas que hoy solucionan: “Conocíamos las calamidades del sector y por eso sabíamos qué necesitábamos”, cuenta Marlenys Guarín, quien, en dupla con Milagros Pacheco, ha conseguido desde kits de higiene y jornadas ginecológicas para las adolescentes y mujeres de su sector, hasta atención en salud para ancianos y, ahora, enlaces como el que hicieron con ManzanoArte, que fomentan la cultura y al arte en un grupo que defienden y aman: los niños de la Cota.

En principio, el programa beneficiaría solo a niños indígenas, pero el primer día de clases llegaron acompañados de sus amigos “criollos”, como los llaman para diferenciarlos —aunque entre ellos no hay diferencias, solo camaradería—. Entonces se compartieron los cupos.

Vecinos de la Cota 905 se asoman a la ventana. R. F.

Los wayúu son solo una de las tres etnias que hacen vida en este barrio compartido entre las parroquias El Paraíso y Santa Rosalía. Más abajo, más cerca de la entrada, varios kilómetros antes, también habitan familias e’ñepá y familias kali’ña. Todas hablan su propia lengua y se relacionan poco con los criollos. Sin embargo, en el asentamiento wayúu vive la promotora de Pueblos Indígenas del Consejo Comunal, Daniela González, lo que ha favorecido la integración de este grupo.

Daniela, de 28 años, llegó al sitio siendo una niña, hace más de 15 años. Su comunidad, las casas que han construido, se ven desde la colina donde los niños ensayan.

—Mi casa es la que está al lado de esa puerta blanca, ¡mira! —dice Daniel, su hijo, el niño que no le tiene miedo al suelo.

Es una de las decenas de construcciones que se ven a la derecha. A la izquierda se ve el Cementerio General del Sur y la ciudad.

Arriba hay mucho sol, pero también frío. La brisa tiene espacio para soplar a sus anchas, para levantar la arena, para enredar los cabellos sueltos, para refrescar este espacio recuperado frente a la capilla de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, a la que seguramente muchos acudieron a elevar sus oraciones cuando la violencia era la dueña de las calles, o a quien rezaron desde sus casas cuando debían acostarse en el suelo, lejos de las ventanas, para esquivar las balas.

Esta tarde, dentro del recinto religioso solo deben oírse ecos de risas.

Niños juegan frente a la capilla de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. R. F.

—¡Hay que aguantar la pela, mamá! —dice Jeffrey a Marlenys, refiriéndose a que debe resistir el cansancio que el aprendizaje le provoca. No se nota el agotamiento, todos están felices, radiantes.

Las clases son dirigidas por cinco entrenadores: “El Enano” enseña expresión corporal; Zorybel y Emiliano Ron, telas acrobáticas y trapecio; Alejandro Pueyo enseña acrobacias; y Kelvin González, a hacer malabares.

El nombre real de “El Enano” o “Elena”, como se presenta, es Roque.

Roque tiene en común con los niños de la Cota 905 algo más que el interés por el circo. “Yo he visto la oscuridad como ellos, pero también he visto, en esa oscuridad, la luz”, dice, y recuerda y narra cómo una vez, hace más de 15 años, fue también un niño que vivió en el barrio.

Roque nació y creció en El Valle, una parroquia popular al sur de Caracas. Desde niño se inclinó por el arte, el hip hop, el circo. “Lo viví, lo visualicé y lo logré, desde aquí, desde el barrio”, relata. Es esto lo que quiere transmitir a los niños con sus clases de circo social.

Roque Bogado, uno de los fundadores de ManzanoArte. R. F.

Después de viajar, prepararse y presentarse en numerosos países, se unió a otro grupo de artistas independientes para fundar ManzanoArte, entidad que se autogestiona con aportes de organizaciones y artistas nacionales e internacionales y que tiene un fin altruista: llevar eso que bien saben hacer, arte, a grupos de niños en situación de vulnerabilidad. El infantil no es su único público: también hacen talleres ocasionales en, por ejemplo, centros penitenciarios.

En palabras de Roque: quieren promover una visión diferente de la vida, una que abarque la emoción, la intelectualidad, la fisicalidad y la espiritualidad; una que lleve a la transformación.

Tantos años después de haber sido un niño como estos niños, de haber vivido en un sector como este sector, de haberse labrado oportunidades como las que ahora ofrece a otros, ¿cuál es el sentimiento que está más presente en la vida de Roque?

El agradecimiento.

Y es justo eso lo que enseña al final de la clase esta tarde de martes.

Sentados unos al lado de los otros en círculo, piernas cruzadas, ojos cerrados. Inhalan y exhalan, inhalan y exhalan. La algarabía de las últimas casi cuatro horas se transforma en silencio y calma, en manitas sobre las rodillas, en concentración y confianza.

Roque lidera la meditación, los niños atienden con la misma disciplina que han demostrado desde que comenzó la jornada, desde que comenzaron las jornadas. Inhalan y exhalan, y el sol ya no quema y la brisa ya no levanta la tierra y ya no hace frío.

En un ritual al que todos están entregados, Roque pasa por el círculo de niños y, uno a uno, de forma aleatoria, va tocando sus cabecitas: es la señal para abrir los ojos y levantarse. Se levantan en calma y el siguiente paso rebosa La Quinta de ternura: abrazan a sus maestros, a quienes hoy son público, se abrazan entre ellos; lo hacen como agradecimiento por la compañía.

Y entonces, ese destello de balas de años pasados se transforma en luz, en la luz que Roque vio cuando era niño, en la luz que se cuela entre las telas colgadas del andamio, en la luz de ojos que brillan.

Y la oscuridad se va.

Los niños y niñas del taller de circo, alzando sus manos. R. F.

 

Autor: https://www.coolt.com/